lunes, 26 de septiembre de 2011

Metro. Todas las estaciones son iguales, el tiempo se detiene. Se sube y baja gente continuámente, ese es el único punto de partida por el que sabes que avanzas. Busco siempre el sitio con menos gente a la redonda. Esta acción es estúpida, siempre acabo sentando con alguien. Siento claustrofobia, creo que una masa de personas me va devorar en la siguiente estación. Leo ensayo sobre la ceguera para dejar de pensar, pero me aburre el intelectualísmo de Saramago. Me paro a observar las personas, el metro es un zoo selecto, hay ancianos, estudiantes, tipos de pintas raras, mamás e incluso el gorrino que está sentado a mi lado (deja de ver que escribo y metete en tus asuntos). Una panda de sinormales acaban de poner música con su móvil; deberían usar sus neuronas como auriculares . Se acaba de subir una chica con una camiseta de Velvet Underground, la pena es que se haya sentado en la otra punta del vagón. Quiero hablar con ella antes de llegar a la siguiente estación, pero mi cerebro está bajo los efectos de cien narcóticos. De repente me paro a escuchar la conversación de los de enfrente, es una charla sobre lo aburrido que son los cruzeros. Me siento como el protagonista de la ventana indiscreta. Dejo de escuchar y me pongo a repasar mentalmente los objetivos del día. Interrumpe mis pensamientos una mujer preguntando si está libre el asiento en el que he puesto la mochila. Afirmo. En este punto estoy cerca de llegar a la estación, dejo de escribir. No creo ni que me moleste en revisar este garabato...

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